En la erótica Viena de fines del siglo XIX vivió Gustav Klimt (1862-1918). Las historias que forman parte de su leyenda hablan de una casa taller rodeada de un cuidado jardín silvestre donde sus modelos, mujeres de la burguesía vienesa y una corte de prostitutas, paseaban y posaban desnudas durante 24 horas.
“El retrato de Adèle Bloch-Bauer”, pintura a la mujer de un industrial judío dedicado al azúcar, una de sus obras más logradas, fue comprado por el magnate de la cosmética Ronald S. Lauder, por la que pagó 135 millones de dólares. La obra, pintada en 1907, es una de las más reconocibles del siglo XX.
En uno de los pocos textos autobiográficos, Klimt, dijo sobre sí mismo: “Estoy convencido de que no soy una persona especialmente interesante. No hay nada especial en mí. Soy pintor, alguien que pinta todos los días de la mañana a la noche”. Y así lo hizo dedicadamente con cientos de mujeres, en las cuales creó el estereotipo de la fatalidad y ensimismamiento.
Una de las particularidades del pincel de Klimt es su manera de formular el retrato. Si en un enfoque académico la intención es hacer evidente el rostro o el carácter de quien posa, en la pintura de Klimt el modelo queda escondido, secundario, mimetizado con un entorno que pasa a primer plano y se devora la identidad del retratado. Envuelto en texturas, líneas, planos y colores, perdido casi entre los elementos plásticos del cuadro, en el retrato de Adele rige la superficie, no el volumen ni las formas. Rostro y figura quedan presos, camuflados en el imperio de la textura y ella queda relegada a un subordinado segundo plano.Paradojas del arte y del mercado. Ese rostro hasta ayer escondido entre el oro (la pintura está hecha con el precioso material), los amarillos, los toques de turquesa, las “escamas”, las líneas contorneadas, las siluetas, hoy tiene un precio: el más caro de la historia.
Bonito, ¿no?.
Marian
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