Hay algo engañoso en las rosas gigantes de Will Ryman. Y no nos referimos al tamaño descomunal de los rosales (hasta ocho metros de alto), ni al hecho de que florezcan en medio del asfalto, entre montículos de nieve y en uno de los inviernos más crudos que se recuerdan en Manhattan.
“Las rosas se han convertido en un símbolo de consumo global”, sentencia el artista neoyorquino. “Es muy fácil vender algo si lo ofreces con una rosa: de un caramelo a un seguro médico. Es otro signo evidente del uso abusivo que el hombre hace de la naturaleza”.
Las rosas de Ryman se “venden” con espinas, escarabajos, abejorros, mariquitas y toda la fauna imaginable para hacerlas más verídicas, en el trasiego incesante de taxis, turistas y limusinas de Park Avenue.
Son en total 38 rosas distribuidas entre las calles 57 y 67, más los 20 pétalos repartidos por la mediana, para darle aún más autenticidad al insólito paisaje urbano, barrido por una de esas brisas mortíferas que congelan hasta el alma.
La instalación se llamaba originalmente “Un nuevo principio”, y en pleno enero puede interpretarse como una consagración anticipada de la primavera, con su estallido multicolor, sus alergias múltiples y la invasión de los insectos mutantes.
Will Ryman, hijo del pintor minimalista Robert Ryman, se ha empeñado en ponerle una lupa de varios aumentos a sus rosales de fibra, acero y cobre para causar el mayor impacto visual en plena calle. Sus esculturas –como las de Manolo Valdés recientemente en Broadway- le dan a Nueva York la vibración perdida durante estos meses de naturaleza muerta e ilusiones bajo cero. (El mundo)
Marian
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